Durante años, el estrés fue considerado un fenómeno exclusivo de la vida adulta. Sin embargo, la evidencia científica actual desmiente esta creencia: hoy sabemos que los niños, niñas y adolescentes (NNA) también experimentan estrés significativo, y que sus efectos pueden ser igual o incluso más perjudiciales que en los adultos.
Las investigaciones provenientes de instituciones como la American Psychological Association (APA) y el Consejo General de la Psicología de España (Infocop) alertan sobre el impacto creciente del estrés en la infancia y adolescencia, especialmente en contextos de alta presión académica, crisis familiares, uso intensivo de redes sociales o exposición a situaciones traumáticas.
El estrés, cuando es puntual y de corta duración, puede tener incluso un valor adaptativo. Pero cuando se vuelve crónico o se mantiene sin los recursos adecuados para gestionarlo, puede afectar gravemente la salud física y psicológica de los y las menores.
Estudios longitudinales han demostrado que el estrés prolongado en estas etapas del desarrollo puede predisponer a enfermedades como hipertensión, obesidad, afecciones inmunológicas, trastornos del sueño, así como a trastornos del estado de ánimo, como la depresión y la ansiedad.
De hecho, los trastornos depresivos y de ansiedad están aumentando de forma alarmante entre adolescentes a nivel global, así como otras dificultades directamente relacionadas. Los servicios de emergencias detectaron un incremento preocupante de casos relacionados con autolesiones, envenenamientos por consumo de drogas y trastornos alimentarios en los y las adolescentes.
Una de las grandes dificultades es que muchos menores no tienen aún el lenguaje emocional necesario para identificar o comunicar lo que les ocurre. Por eso, es fundamental que padres, madres, docentes y otros adultos de referencia estén atentos a ciertos indicadores:
Cambios conductuales: Un niño/a o adolescente estresado/a puede volverse más irritable, retraído/a o impulsivo/a. Puede dejar de participar en actividades que antes disfrutaba o mostrarse más desafiante.
Alteraciones del sueño: Insomnio, despertares frecuentes o somnolencia excesiva durante el día, pueden ser señales claras.
Dificultades escolares: Bajo rendimiento, falta de concentración o rechazo a asistir a clase pueden reflejar un estado emocional sobrecargado.
Cambios en la alimentación: Comer en exceso, pérdida de apetito o hábitos alimentarios caóticos pueden ser una respuesta al malestar emocional.
Síntomas somáticos: Dolor de cabeza, molestias gastrointestinales o fatiga persistente sin causa médica aparente son comunes en cuadros de estrés infantil o adolescente.
Los padres, madres, cuidadores y docentes tenemos una función clave como modelos de comportamiento. Mostrarles cómo gestionan el estrés, hablar de emociones y normalizar el hecho de pedir ayuda profesional como muestra de cuidado y compromiso, puede marcar la diferencia.
La buena noticia es que el estrés infantil y adolescente se puede prevenir y tratar si se detecta a tiempo y se interviene adecuadamente. A continuación, se detallan algunas estrategias respaldadas por la evidencia científica:
Fomentar rutinas saludables: Dormir entre 8 y 10 horas, llevar una alimentación equilibrada y realizar actividad física diaria son pilares fundamentales para una buena salud mental.
Validar sus emociones: Enseñarles a identificar lo que sienten, ponerle nombre y encontrar formas seguras de expresarlo, como hablar con un adulto de confianza, escribir un diario o usar el arte como canal emocional.
Estimular el juego libre y el contacto con la naturaleza: Diversos estudios muestran que el tiempo al aire libre y el juego no estructurado reducen los niveles de cortisol (hormona del estrés) y mejoran el estado de ánimo.
Educación digital consciente: Dado el alto impacto de las redes sociales en la autoestima y el bienestar adolescente, es clave ayudarles a desarrollar pensamiento crítico y a limitar la exposición a contenido dañino.
Apoyar sin sobreproteger: Aunque es natural querer protegerlos del dolor, permitirles enfrentar pequeños desafíos cotidianos y acompañarlos en sus errores favorece el desarrollo de la resiliencia.
Buscar ayuda profesional cuando sea necesario: Si el malestar persiste o se intensifica, acudir a un profesional de la psicología infantil o adolescente es una decisión clave para cuidar su bienestar a largo plazo. Pero no sólo como último recurso, sino como muestra de cuidado y compromiso.
El estrés en la infancia y adolescencia no es una simple fase, ni un capricho, ni una moda. Es un fenómeno complejo, multifactorial y con repercusiones serias.Prevenirlo y abordarlo implica una mirada empática, informada y comprometida por parte de familias, escuelas, profesionales de la salud y responsables políticos.
Como sociedad, tenemos la responsabilidad de construir entornos seguros, saludables y emocionalmente sostenibles para nuestros niños y adolescentes. Ellos no son el futuro: son el presente, y merecen crecer con bienestar, apoyo y esperanza.
Fuente: APA, Infocop
Puede que también te interese:
Soledad Juvenil no deseada: un reto silencioso y urgente
El impacto del maltrato y la exposición a la violencia familiar en niños, niñas y adolescentes (NNA)
Fortaleciendo lazos afectivos en vacaciones: potencia el aprendizaje de tus hijos/as
Competencias Parentales: Claves para un desarrollo integral positivo
Desmontando Mitos del Amor Romántico: Un Vínculo Peligroso con la Violencia Machista en Adolescentes