El Acoso Escolar, también conocido como Bullying, es una de las formas de violencia más invisibles y dañinas que puede sufrir un niño o una niña. Durante mucho tiempo se ha restado importancia a este problema, normalizándolo con frases como “son cosas de la edad” o “ya se le pasará”.
Sin embargo, la evidencia científica y la experiencia clínica en psicología social demuestran lo contrario: el acoso no desaparece por sí solo, tiende a intensificarse si no se interviene, dejando secuelas profundas en la vida de las víctimas.
La Asociación Española para la Prevención del Acoso Escolar (AEPAE) lo define como cualquier forma de maltrato psicológico, verbal, físico, social y/o virtual, producido entre escolares de un mismo centro, de manera reiterada a lo largo del tiempo.
Algunas características esenciales:
No es un suceso puntual: se produce de forma repetida (tres o más veces) contra la misma víctima.
Ocurre en distintos espacios: el aula, el patio, el transporte escolar o las redes sociales (ciberacoso).
Genera un impacto psicológico progresivo: ansiedad, estado de alerta constante, pérdida de autoestima y, en etapas avanzadas, indefensión aprendida.
Es un proceso en escalada: el agresor se empodera, mientras que la víctima pierde recursos emocionales y confianza.
Tres variables principales determinan la gravedad del bullying:
Frecuencia: cuántas veces ocurre la agresión.
Intensidad: el nivel de daño que se provoca (desde insultos hasta violencia física).
Resiliencia de la víctima: su capacidad personal, junto con el apoyo social disponible, para resistir y afrontar la situación.
No es imprescindible que exista un desequilibrio de poder evidente para que exista acoso: basta con que la conducta reiterada produzca un daño emocional. El agresor siempre actúa porque obtiene algún beneficio (popularidad, dominio de objetos o espacios, reconocimiento del grupo, etc.).
El acoso escolar se desarrolla como una dinámica progresiva que rara vez se detiene sola.
Fase de somatización.
La víctima comienza a anticipar lo que sucederá y aparecen síntomas tanto físicos como emocionales:
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Cambios de comportamiento.
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Miedo a asistir a la escuela.
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Dolores de cabeza o estómago.
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Insomnio y pesadillas.
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Estallidos de ira.
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Disminución del rendimiento escolar.
Fase de rendición.
Es el momento más crítico. La víctima siente que no hay salida y que nadie puede ayudarle. En esta etapa aparecen síntomas graves como:
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Ansiedad y tristeza profunda.
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Estrés postraumático.
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Autolesiones.
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Ideación suicida (con especial incidencia en niños y niñas de entre 7 y 9 años).
La rendición no significa aceptación consciente, sino una forma de indefensión aprendida: la sensación de que, haga lo que haga, no podrá escapar.
El acoso escolar puede dejar secuelas persistentes: depresión, baja autoestima, dificultades de relación, desconfianza hacia los demás e incluso riesgo de suicidio en la adolescencia o adultez.
Un detalle clave es que el acoso verbal y psicológico, aunque menos visible, suele generar secuelas más graves que el físico, el cual representa solo el 10% de los casos.
Las palabras dañinas, los insultos y la humillación no pueden curarse con tiritas. Se graban en la memoria emocional de las víctimas y condicionan su desarrollo personal y social.
No. Cualquier niño o niña puede ser víctima o agresor. Aunque muchas familias temen que su hijo/a sea víctima, es natural que resulte más difícil aceptar que pueda ser quien acosa.
Por ello, es responsabilidad de los progenitores observar y atender los comportamientos de sus hijos/as, tanto para detectar señales de sufrimiento como para identificar conductas de hostigamiento hacia otras personas.
La sobreprotección tampoco es la solución: educar sin límites claros puede fomentar conductas déspotas, en las que los niños/as no aprenden a responsabilizarse de sus acciones.
La lucha contra el acoso escolar no puede recaer sólo en las víctimas. Es un problema comunitario que requiere la implicación de todos los agentes:
Familias: mantener comunicación abierta con los hijos, observar señales de alerta y actuar ante la mínima sospecha.
Escuelas: aplicar protocolos de prevención e intervención, fomentar la educación emocional y formar al profesorado en la detección temprana.
Compañeros: dejar de ser espectadores pasivos. El silencio legitima al agresor; la empatía y el apoyo colectivo pueden marcar la diferencia.
Profesionales de la psicología: ofrecer acompañamiento tanto a víctimas como a agresores, para cortar el ciclo del maltrato y favorecer procesos de reparación.
El acoso escolar no es un simple conflicto ni algo que fortalezca el carácter de los niños. Es una forma de violencia con graves consecuencias psicológicas, sociales y educativas. Su impacto puede condicionar toda la vida de una persona.
La clave está en reconocerlo a tiempo, no minimizarlo y actuar con rapidez. Cada gesto de atención, cada espacio de escucha y cada intervención temprana pueden salvar vidas.
Porque el acoso escolar no se detiene solo: al menor indicio, actúa.
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Fuente: Asociación Española para la Prevención del Acoso Escolar (AEPAE)